Comentario
Guy de Maupassant escribe: "La arquitectura a través de los siglos ha tenido el privilegio de dar un símbolo a cada una de las épocas, de resumir con un número de monumentos típicos el modo de pensar, sentir y soñar de una raza y de una civilización". Esto es evidente, porque detrás de cada monumento hay una necesidad humana que imprime un carácter específico a la arquitectura que se pone en marcha. Tal interpretación es particularmente expresiva en el siglo XVIII hispánico, pues es una época, en la que como dice Tolomei, "de entre todas las artes, tan sólo la arquitectura miró por el bien público"; lo cual puede muy bien justificar que sea el hecho arquitectónico el más sometido a las condiciones materiales, económicas y sociales de aquella época.Hay que superar los equívocos a que da lugar frecuentemente la interpretación de la arquitectura como una sucesión cronológica de monumentos, ya que se corre el riesgo de caer en lo epidérmico o de quedarse en los términos de la más abstracta tipología. Un programa arquitectónico, que como en este caso lo observaremos desde el largo recorrido de un siglo, además de detenernos en su valoración según criterios figurativos tradicionales, hay que enjuiciar como parte sustantiva de unas condiciones políticas y sociales, de unas costumbres civiles y de unas aspiraciones religiosas, de unos reglamentos, de la decisión de unas autoridades y de las tramas evolucionistas culturales, aun cuando cualquier punto de vista o vertiente crítica no dejen de ser parciales o incluso indeterminadas.Pero, además, una definición lingüística de la arquitectura española del siglo XVIII tendría que enunciarse extendiéndola a todo aquello que abraza el edificio y a lo que el propio edificio da forma, es decir, un mundo interno y un mundo externo, sin dejar nunca de poner ambos cometidos en relación con la personalidad creadora. Y ante estas exigencias, hemos de plantear en primer término el que, a pesar de que hay corrientes de interpretación de la arquitectura española del siglo XVIII de gran consistencia, a nuestro entender es un problema que todavía discurre por una fase de apasionada discusión. Se van hallando respuestas precisas, aunque en ocasiones discordes, y se continúa trabajando en la paternidad de las obras construidas. Ello plantea dificultades específicas al tratar algunos monumentos pues, ante el examen de su problemática, no se alcanzan en todos los casos fórmulas resolutivas.Nos encaminaremos necesariamente hacia la concreta actividad arquitectónica de la época, en la que nos sale de inmediato al encuentro la polémica en torno a una interpretación meramente decorativa de la arquitectura o aquella que se justifica desde unos términos meramente funcionalistas y racionales, que en su exceso haría decir a Milizia "...en arquitectura todo ha de nacer de la necesidad y la necesidad no admite lo superfluo".En nuestro criterio no se pueden postular tales extremos, ni siquiera podríamos condescender a términos alternativos en el planteamiento del debate. El problema arquitectónico del siglo XVIII se acomete desde una posibilidad de determinación formal-objetual, que implica el problema de una concepción que nos remite a la génesis y a la esencia de las formas, en la que se favorece el desarrollo de la arquitectura en su concepto de tipo, y un proyectismo intencionalmente racional que vino a ser un primer y significativo indicio de la necesidad de un compromiso utilitario que condiciona la operación artística. No hay necesariamente que trazar un diagrama que establezca una separación en ambos planteamientos. Llegaremos a descubrir su correlación. Los edificios del siglo XVIII cumplen funciones específicas que forman parte de los conceptos generales de orden social, pero son a su vez contenidos o significados intrínsecos del arte figurativo.En 1700, a la llegada al trono hispano de Felipe V, las ciudades españolas formaban una imagen espacial unitaria por el uso de un conjunto de tipos edilicios cuya coexistencia había alcanzado a lo largo del siglo XVII un alto grado de tipicidad. Se había buscado la identidad sustancial de la forma y la idea. Se había buscado la dignidad arquitectónica por la apropiación de maneras, de sistemas, de claros postulados, cuya figuratividad se identifica con la monarquía de los Austrias. La mayor parte de las ciudades españolas se había configurado por los estratos de épocas superpuestas y fue en la Edad Moderna cuando cada ciudad comenzó a configurar su propia dialéctica.El siglo XVIII, que supone la superación del pasado, tiene un componente sustancial que presupone, ante todo, la utilización de materiales de la cultura precedente. Tiene un componente político heredado que influye en su desarrollo, unas condiciones demográficas y tecnológicas heredadas, un componente histórico y estético que pervive y todo ello orientado en sus diferentes direcciones. La arquitectura de comienzos del siglo XVIII se encamina con un particular interés a no ahogar, ni mucho menos eliminar, la herencia que recibe, o a convertir los arquitectos locales en instrumentos pasivos. Será fácil comprobar la existencia de una política borbónica que impulsa su valor conciliando el sistema cultural existente con una idea de progreso artístico al que progresivamente irá enriqueciendo con otras fuerzas venidas de fuera.La arquitectura barroca netamente hispánica durante el primer tercio del siglo XVIII continúa en la búsqueda de las formas típicas que le han dado su carácter, en coexistencia con una poética que se trasmite a través de los cambios históricos, de los gustos de una monarquía que llega de fuera y que orienta su política a un claro proceso de apertura europeísta. El proyecto arquitectónico de Felipe V en el primer tercio del siglo no navega contra la corriente. Tiende a orientar una dinámica que propone, de forma explícita, no tanto cambiar como intentar un desarrollo lógico e histórico. Coincide con la conciencia cada vez más clara de unas corrientes culturales cada vez más abiertas al consumo ideológico europeo. Sin embargo, viviéndose la dimensión libre y cambiante de las imágenes, la arquitectura española recobra continuamente su valor nacional y en su progresiva transformación siempre estarán los datos de identidad que la hacen reconocible, por continuar vinculada a sus propios valores, pero unos valores de elección intelectual que se mantienen como una actividad plenamente integrada, junto a otras alternativas.